Es proverbial la lentitud con la que el Derecho se adapta a los cambios
económicos y sociales. El Derecho privado de los países europeos continentales
más aún, ya que está formado por textos codificados en el siglo XIX (en 1885 el
Código de Comercio y en 1889 el Código Civil). Estos textos prácticamente no
han recibido modificaciones en materias de una enorme sensibilidad económica,
como el derecho de contratos, que se ha ido adaptando a nuevas realidades
mediante leyes especiales. A pesar de que la rigidez de nuestros textos legales es
conocida, nos topamos a veces con ejemplos de esta esclerosis.

En nuestra economía tiene un peso central el sector servicios. Según datos del
INE, en el primer trimestre de 2014, de los 251.000 millones de euros que se
produjeron, 158.000 (un 63%) los generó el sector servicios. En términos de
ocupación, de 16 millones de personas ocupadas en el segundo trimestre de
2014 (incluye trabajo por cuenta propia), más de 12 millones lo estaban en el
sector servicios. Dicho de otro modo, un jurista que trabaje en España en el
ámbito del Derecho Privado (civil y mercantil), tiene enormes probabilidades de
dedicar una buena parte de su actividad a problemas y conflictos derivados de la
prestación de servicios. La institución jurídica clave para la actividad económica
en un sistema de libre mercado es el contrato, de modo que, en nuestra
economía, el contrato de prestación de servicios o arrendamiento de servicios
(este segundo es el nombre que recibe en nuestro Derecho) es una figura clave
por aclamación económica.

Curiosamente, en el Código Civil, un sólo artículo, el 1.544 se ocupa de la figura y,
en el Código de Comercio, ninguno. Para apreciar bien esta escasez normativa,
téngase en cuenta que el Código le dedica 28 artículos al censo enfitéutico, una
figura que se remonta a lejanos tiempos de rentistas agrícolas. Es cierto que en el
C.Civ. también hay una breve regulación de los servicios laborales hoy sustituida
por el Estatuto de los Trabajadores y que el C.Com. regula figuras como la
comisión mercantil o el contrato de transporte ,que económicamente se incluyen
en el sector servicios, pero esto no es óbice para la constatación de que nuestro
Derecho codificado no regula el arrendamiento de servicios. El contenido del
artículo 1.544 C.Civ. es este: ?En el arrendamiento de obras o servicios, una de
las partes se obliga a ejecutar una obra o a prestar a la otra un servicio por precio
cierto?. Nada más.

La regulación de la prestación de servicios ha venido por lo tanto en nuestro
sistema jurídico de la mano de leyes especiales sectoriales: tenemos Ley del
Comercio Minorista, Ley del Transporte Terrestre, Ley de Telecomunicaciones,
Ley de Educación, Ley de Sanidad, varias leyes en el ámbito de los servicios
financieros, et ainsi de suite.
Existe además una regulación especial en el Derecho del Consumo que se aplica 
cuando los servicios son prestados a consumidores. Esta fragmentación 
jurídica del contrato de arrendamiento de servicios es por lo menos llamativa, 
teniendo en cuenta que nuestro sistema jurídico parte de la premisa de que 
existe una figura contractual única que agrupa todos los contratos de prestación 
de servicios, ya que nuestro Código Civil así la contempla y acuña. Sobre el molde 
general de este contrato ha venido golpeando sin descanso el martillo pilón del 
legislador, y hoy es muy difícil reunir las esquirlas y fragmentos resultantes para 
atisbar cual es el sustrato común de todas estas submodalidades del contrato.

Pero como el molde general del arrendamiento de servicios no se ha derogado,
se ha ido generando a partir de la escúalida regulación del Código una abundante
Jurisprudencia del Tribunal Supremo y de las Audiencias Provinciales, que ha
tenido que abordar cuestiones tales como el carácter consensual del contrato, la
fijación del precio (honorarios, presupuestos previos, etc.), la cuestión de la
validez de los servicios de duración indefinida o muy prolongada y la siempre
complicada distinción entre arrendamiento de obra (en el que quien paga espera
un resultado) y arrendamiento de servicio (en el que quien paga sólo puede
esperar una actividad). Esta Jurisprudencia ha dejado sin embargo múltiples
preguntas sin responder, como la cuestión de la extinción del contrato por
desistimiento del arrendador, el deber de diagnóstico en los servicios
profesionales, qué es exactamente y cómo se debe probar la lex artis ad hoc, 
en qué casos es necesario recabar la conformidad del cliente en la prestación del
servicio, o qué incidencia tiene la utilización de bienes propiedad del cliente
para la ejecución del contrato (algo necesario en multitud de servicios, como los de los
abogados, los de los arquitectos, los telefónicos, los de limpieza, etc.). Al no
existir una regulación común, es muy probable que diferentes tribunales den
respuestas diferentes al mismo problema, siendo muy complicado en esta materia
determinar si nos encontramos en dos casos diferentes ante la misma
subcategoría de prestación de servicios, dada la profusión de modalidades
contractuales que las partes pueden emplear y de hecho emplean.

Por lo tanto, lo primero que hemos de constatar es que, en las relaciones
contractuales privadas derivadas del sector fundamental de actividad económica,
nuestro Derecho privado no está codificado. De la anterior apreciación surgen
varias preguntas: ¿sería conveniente y deseable un mayor esfuerzo de
codificación? y ¿debe esta constatación conducir a un cambio sobre nuestra
comprensión del contrato de prestación de servicios?

La primera pregunta es sin duda difícil de contestar y la polémica sobre si el
Derecho codificado es preferible o no al de elaboración casuística o doctrinal
viene de muy lejos, al menos desde la famosa polémica entre Thibaut y Savigny
sobre si Alemania debía o no dotarse de un Código Civil. Aunque con el tiempo
ganó la opción del Código Civil, personalmente siempre vi con simpatía las ideas
de Savigny en contra de la codificación: es más atractivo y sobre todo más
poético un Derecho flexible, que se vaya modificando y adaptando a la realidad
social con las aportaciones de decisiones judiciales y de perspicaces juristas
académicos. Pero hay que reconocer que en una economía masificada es una
solución poco viable. Los intercambios económicos necesitan seguridad jurídica
para proliferar y que los pleitos tengan resultados lo más predecibles que sea
posible. Creo por ello que es necesaria una codificación mínima del contrato de
prestación de servicios, que contribuirá a mejorar el marco jurídico del sector que
produce el 63% de nuestro P.I.B. Más aún, sería deseable una codificación en el
ámbito de la Unión Europea, ya que el intercambio de servicios entre los
diferentes países miembros es uno de los nichos de crecimiento económico
menos explirados. En el ámbito de las ventas internacionales de mercancías,
existe la Convención de Viena de 1980, que es una Ley común uniforme a todos
los países de la Unión que son firmantes de la misma (todos menos Reino Unido,
Irlanda y Portugal). La dificultad, claro está, sería la de integrar en esa
codificación a las Islas Británicas, cuyos sistemas jurídicos provienen del
Common Law, refractario por esencia a la codificación.

La segunda pregunta creo que es más sencilla de contestar: debemos dejar de
engañar a nuestros estudiantes de Derecho enseñándoles que España tiene un
Derecho Civil de inspiración romana y basado en la codificación francesa del S.
XIX. Sin duda, nuestro Código Civil es una copia del francés en materia de
obligaciones y contratos, pero nuestro Derecho Civil no se reduce al Código, pues
en algunas materias, como ésta tan importante para el funcionamiento de nuestro
sistema económico, nuestro Derecho Civil no está codificado. De hecho,
tendríamos que enseñar que no existe un contrato único o común de
arrendamiento o prestación de servicios, sino que existen tantas modalidades
diferentes como sectores de actividad regulados existen.

Guillermo Aguillaume Gandasegui.