Llevamos meses leyendo y escuchando que lo que viene sucediendo en Cataluña desde el viraje independentista de CDC, ahora el PDCat, es un choque entre el principio democrático de las mayorías y el respeto a la legalidad. Al menos es como se plantea la cuestión desde un lado y otro de las trincheras políticas que ya han sido cavadas y en las que los adversarios se han refugiado para su particular batalla en la que ni se avanza ni se retrocede.

No creo sin embargo que las cuestiones que introducen en el debate público las pretensiones de secesión de la mayoría parlamentaria del Parlamento autonómico catalán se resuelvan simplemente recordando la vieja tensión entre el gobierno de las leyes (Estado de Derecho o rule of law) y el principio mayoritario en la toma de decisiones que es consustancial al sistema democrático[1]. Esta tensión no permite valorar si las pretensiones de los independentistas de someter a un referéndum unilateral su proyecto de secesión son justas o injustas.

Lo que el principio democrático añade y aporta al Estado de Derecho es la capacidad de acercar las decisiones legislativas y la elección de los gobiernos al consentimiento de los destinatarios de esas decisiones, de quienes van a resultar afectados por ellas, y esta cercanía (nunca total coincidencia) a su consentimiento es lo que permite afirmar que la Democracia es un sistema  más justo de toma de decisiones que otros que se han ensayado. Es el consentimiento de los afectados lo que se encuentra en la base misma de la pretensión de justicia del sistema democrático.

También exige la Democracia pluralismo político. Los gobernados pueden no solamente elegir a sus gobernantes y legisladores, sino eventualmente cambiarlos si no responden ya a las aspiraciones de la mayoría de ellos.

Desde esta sencilla perspectiva sobre la justicia del sistema democrático, creo que los independentistas catalanes no pueden aspirar a convencer racionalmente de que su planteamiento de un referéndum unilateral es democrático. Esta es posiblemente una paradoja, porque vienen haciendo uso de un reduccionismo inaceptable, pero sencillo de diluir en la opinión pública: votar es bueno por sí mismo, y siempre justo. Sin embargo, en Atenas se votaba mucho, se votaba sin límites, y no siempre era justo que determinadas decisiones se tomaran por un voto mayoritario. Que se lo digan a Sócrates, condenado a muerte por un Tribunal de 500 ciudadanos elegidos por sorteo, por cargos tan etéreos como corromper a la juventud con sus ideas. Que se lo digan a todos los ciudadanos atenienses condenados al exilio sin más motivo que la decisión mayoritaria de sus conciudadanos en las votaciones de ostracismo. Desde luego que no podríamos decir que estas eran decisiones justas porque tomaban en consideración el consentimiento de sus destinatarios. Todo lo contrario.

No entraré aquí en la crítica del bucanerismo político de convocar un referéndum con una exigua mayoría parlamentaria que representa a una minoría de votantes, sin una administración electoral independiente y en el que se pretende declarar la secesión de Cataluña sea cual sea la participación, con tal de que haya solamente un sí más que la suma de noes. Esto desde luego que no es democrático, pero es tan obvio que no merece la pena explicarlo. Voy más allá: lo que sostengo es que ningún referéndum de independencia convocado de forma unilateral, aunque tuviera todas las garantías, sería tampoco democrático. No porque no tenga amparo constitucional ni en el Derecho Internacional, que tampoco lo tiene, sino por la sencilla razón de que no permite que participen en la decisión la mayoría de los que resultarán afectados por ella.

Para explicar mi postura quiero primero dejar claro que no creo que los realmente afectados sean la nación catalana, la nación española o la soberanía de cualquiera de estas dos entidades. Nación y soberanía son ficciones políticas. Conceptos que permiten expresar aspiraciones, pero no realidades. No niego que tengan su relevancia en el terreno puramente jurídico, porque están inscritos en la Constitución, pero estas consideraciones se deben situar fuera de lo estrictamente jurídico, ya que es evidente que el conflicto de legitimidades no se resuelve apelando únicamente al cumplimiento de la Ley.

La nación, desde que los revolucionarios franceses la encumbraron como sujeto político para combatir la legitimidad tradicional del monarca, ha sido definida de cientos de maneras diferentes, ninguna de las se corresponde con una realidad que se pueda identificar sin dificultad. Desde el plebiscito de todos los días de Renán hasta la tradicional definición étnico-cultural de Fichte, por citar las definiciones más conocidas y enfrentadas entre sí, la nación siempre alude a un órgano, un grupo social, que resulta complejo definir y se suele operar mediante metáforas o fórmulas abstrusas. No son quienes residen en un determinado lugar. No son quienes allí trabajan o votan, sino un conjunto definido por una aspiración de unión y de igualdad (relativa) entre sus miembros, construida en torno a las expresiones y rasgos que en cada momento mejor le vengan a quien pretenda definirla (lengua, historia, raza, apego a unos valores, etc.). Una nación no nace, no trabaja, no sufre ni paga impuestos. Esas son cosas que les pasan a los ciudadanos ‘con cara y ojos’.

La soberanía merece aún menos atención. La definición clásica es la de un poder político que no reconoce superior por encima de él. En un mundo globalizado, completamente dependiente del comercio internacional, cuyos estados se financian con la venta de deuda pública a gobiernos extranjeros, y en el que unos pocos de ellos tienen el poder de aniquilar con armas nucleares la vida entera del planeta, hablar de soberanía me parece un lenguaje propio de un sketch de Monty Python. Nada más.

Por lo tanto, caídos los velos del lenguaje del romanticismo, y centrados en nuestra realidad, ¿se puede afirmar que un referéndum unilateral de secesión en Cataluña permite que participen en esa decisión al menos la mayoría de los afectados por su resultado? No es así.

Consideremos que, aunque la nación es una ficción, lo que no es ninguna ficción son los numerosos pactos civiles de interconexión y solidaridad entre ciudadanos que la democracia española ha ido generando en sus cuarenta años de historia. No me refiero a particularismos étnico-culturales, lingüísticos o históricos. Me refiero a acuerdos concretos con consecuencias cruciales para la vida de los ciudadanos, que quedarían rotos y enterrados por un referéndum unilateral de independencia. El más importante de ellos, a mi juicio, es la Seguridad Social.

Digo que la Seguridad Social es un acuerdo ciudadano o un pacto civil porque comporta un compromiso de que concretas empresas y ciudadanos reales (de los que trabajan y pagan impuestos) se va a ocupar de financiar con su dinero un sistema de aseguramiento que permite el pago de pensiones a jubilados, incapaces (en el sentido laboral), huérfanos o personas viudas. Todos también reales, con cara y ojos. Es un compromiso porque siempre tiene una proyección al futuro: hoy contribuyen al sistema los que esperan quedar cubiertos en el futuro por él, al menos cuando se jubilen. Es un pacto democrático porque ha sido adoptado mediante sucesivas leyes adoptadas en las Cortes Generales, elegidas en toda España por sufragio universal, libre, secreto y directo. La más importante de esas leyes data de 1986 y el pacto se ha ido renovando sucesivamente. Se unieron al mismo todos los partidos políticos que votaron a favor de este sistema, incluyendo a ERC y CiU, e incluso fue CiU quien propuso el Pacto de Toledo.

Hay un elemento de este pacto que muchas veces se da por sabido, pero que en sucesivas conversaciones he comprobado que muy poca gente sabe: ¿cómo se financian las pensiones? No se financian con impuestos, sino con cotizaciones. Estas cotizaciones son aportaciones de los trabajadores y empresas en activo que sirven para pagar las pensiones de los pensionistas de hoy, no las futuras de esos cotizantes. Es en cierto sentido un sistema piramidal, si se quiere comparar. Por otra parte, y esto es muy relevante, de las cotizaciones de empresas y trabajadores, las que corresponde aportar a las empresas son con mucho las más importantes. Se fijan anualmente, y las de las empresas están en torno al 30% del salario bruto de sus trabajadores, y las de éstos en torno al 8%.

Muchas de estas empresas y trabajadores no pagan cada mes a la Seguridad Social porque quieran, sino porque la Ley les obliga a hacerlo y el Estado dispone de medios ejecutivos para hacer cumplir esa obligación (embargos y sanciones). El problema que plantea para este sistema el referéndum unilateral catalán, es que, en la nueva república, se pretende crear una Seguridad Social catalana separada de la española. Y la pregunta que se tendrían que hacer los miles de empresas radicadas en Cataluña al día siguiente del referéndum es: ¿a quién ingreso este mes las cotizaciones sociales? Téngase en cuenta que, con que un tercio decidieran que a la nueva Seguridad catalana, un tercio a la española y un tercio decidieran que, ante la inseguridad mejor van ellos guardando el dinero hasta que la situación se aclare, cualquiera de las dos seguridades sociales, la catalana y la española, perderían dos tercios de los ingresos por cotizaciones en Cataluña, todos los meses. Para la nueva Seguridad Social catalana, esto sería la quiebra antes de nacer y para la española, aunque pudiera suplir estos déficit con ingresos del Estado durante algunos meses, la situación no podría prolongarse demasiado: la Seguridad Social quebraría.

En consecuencia, el resultado de este referéndum unilateral no afecta únicamente a los catalanes, sino al menos a todos los que estén cubiertos en la actualidad por el sistema español de Seguridad Social, la mayoría de los cuales no son catalanes.

Y lo que he descrito en relación con la Seguridad Social se puede aplicar a otros pactos concretos y específicos de convivencia adoptados de forma democrática a través de los representantes de todos los españoles en las Cortes Generales (por supuesto, catalanes incluidos): las infraestructuras que hemos financiado todos con impuestos, que en mayor o menor medida, no han sido costeadas íntegramente por los catalanes, pretenden los independentistas hacerlas suyas ipso facto con la declaración de la nueva república, los activos medioambientales que son de dominio público, el poder judicial independiente, etc. Estas son cosas concretas que son de todos en virtud de pactos concretos en los que todos hemos participado y que la mayoría de españoles perderíamos en caso de una secesión unilateral. La ruptura de estos pactos no puede ser decidida por una parte de los afectados y llamarse al mismo tiempo justa y democrática.

Decía antes también que las decisiones democráticas se caracterizan porque pueden ser modificadas en caso de que cambien las mayorías, pero esta no. Se pretende una decisión constituyente, sin mínimo alguno de participación y adhesión, sin vuelta atrás de ninguna forma. Aunque se consiguiera un referéndum con garantías en el que pudiera participar el 70% o el 80% de la población, como sucedió con el referéndum de la Constitución de 1978, no sería democrático que nunca fuera posible una vuelta atrás. Incluso la Constitución Española se puede reformar y por lo tanto se puede volver sobre las decisiones constituyentes, no vinculan eternamente. Pero los independentistas catalanes pretenden que su república sea irreversible y suponemos que eterna. En esta pretensión también está ausente la democracia porque se elimina el pluralismo político. En esa república no tendrían cabida los que no quieren separarse de España, porque sus pretensiones serían de imposible realización, y estos constituyen según los resultados electorales y las encuestas encargadas por la propia Generalitat, más de la mitad del electorado.

[1] El gobierno de las leyes es históricamente anterior a la primera democracia, la ateniense, como lo recuerda el epitafio de Leónidas en las Termópilas: “Ve, extranjero, y cuéntale a Esparta que aquí yacemos, por obedecer a sus leyes”. También los regímenes aristocráticos de las polis griegas como el espartano tenían un profundo apego al principio de legalidad, al gobierno de las leyes. En la Edad Contemporánea, El rule of law, teorizado ya por Locke en el S. XVII y puesto en práctica tanto en Inglaterra como en las monarquías constitucionales europeas que fueron adaptándose al modelo político británico, fue previo, tanto en la teoría como en la práctica, a la instauración del sufragio universal y el principio de las mayorías. Cuando estos sistemas políticos fueron incorporando el principio democrático del sufragio universal y el principio de la mayoría, lo hicieron sin aparente tensión con el gobierno de las leyes ya antes conquistado.

Guillermo Aguillaume Gandasegui.