Algunas dudas sobre el posible pacto para introducir en la Constitución una cláusula de límite del déficit público. 

La inclusión de un límite al déficit público presupuestario, sobre la que los dos grandes partidos parecen haberse puesto de acuerdo, plantea numerosos interrogantes, económicos por supuesto, pero también políticos y jurídicos.

Desde el punto de vista político, es obvio que cualquier nueva norma constitucional supone una limitación a la capacidad de cualquier mayoría política -de cualquier signo- a desarrollar su programa político. Desde la izquierda, y con planteamientos económicos keynesianos, se critica duramente la limitación que puede suponer esta nueva norma constitucional para realizar políticas de reactivación económica a través de un mayor gasto público, que puede generar un déficit presupuestario. No obstante, la limitación del déficit público en la Constitución tiene otra lectura política, un poco menos evidente: el déficit público, si es financiado con deuda pública, supone una limitación a la independencia del Estado frente a los mercados financieros en sus decisiones políticas.

Lo hemos vivido en primera persona durante la actual crisis de la deuda pública: después de bajar los impuestos más de lo que era aconsejable, y viviendo en la disparatada creencia de que la bonanza económica duraría para siempre, para financiar los sucesivos déficits presupuestarios que las políticas de reactivación iban generando, en España la deuda pública (dinero que los particulares, españoles o extranjeros, prestan al Estado) ha pasado de representar el 36,1% del P.I.B. en 2007 (porcentaje muy bajo) al 60,1% del P.I.B. en 2010. Siendo el P.I.B. prácticamente el mismo en 2007 y 2010 (1,5 billones de $), esto significa que el Estado debía a particulares como consecuencia de préstamos para financiar sus gastos 360.000 Millones de euros, mientras que en 2010 ha pasado a deber 600.000 Millones de euros. ¿Por qué debe el Estado tanto dinero? Porque lo gasta pero no lo recauda en impuestos. En lugar de recaudarlo en uso de la potestad tributaria -a la fuerza- prefiere pedirlo prestado, lo cual es mucho más educado, no cabe duda, pero también genera un efecto secundario: el Estado debe tener contentos a sus acreedores (principalmente gestoras de fondos de inversión) si quiere que le sigan prestando dinero, y esto ha supuesto, en España, que el Gobierno impulsara y las Cortes aprobaran la reforma laboral o la rebaja progresiva de las pensiones.

En la práctica, por lo tanto, el déficit financiado con deuda ha significado en España una notable pérdida de independencia política como Estado. Deberíamos sacar de ello una lección: recurrir a la deuda pública para cubrir el déficit presupuestario no es una línea de acción que, a medio plazo, garantice la posibilidad de políticas de utilización del gasto público. Más bien es al contrario.

Sin embargo, en esta reforma constitucional embrionaria no hay de momento -que se sepa- ningún planteamiento que relacione déficit con deuda pública. Va de suyo que cuanto menor sea el déficit, menor será el recurso a la deuda para ir pagando lo que no se ingresa, pero constitucionalmente debería quedar relacionado el déficit con la deuda si lo que se quiere es evitar la dependencia del Estado de los mercados financieros.

Jurídicamente, la reforma plantea dos dudas fundamentales: la primera es si va a plasmar en una norma clara y terminante, con un porcentaje máximo de déficit sobre el P.I.B., o bien se va a quedar en un principio general. Una norma clara limitaría más allá de lo deseable las legítimas opciones que diferentes mayorías pueden querer impulsar política y legalmente, pero jurídicamente supondría un quebradero de cabeza en caso de que se impugnase una Ley de presupuestos por vulnerar esta nueva cláusula constitucional, ya que con un principio encima de la mesa la decisión del Tribunal Constitucional, a varios años vista normalmente, sería muy difícil de adelantar en cuanto a su contenido, y ello crearía una enorme inseguridad jurídica y económica -justo lo que la reforma pretende combatir-.

Por otro lado, también es muy complicado regular los efectos de la vulneración de la cláusula constitucional. La teoría es muy sencilla: la Ley de Presupuestos es un texto con rango de Ley, y si no se adecua a la Constitución en cuanto al límite de déficit público, puede ser declara inconstitucional previo el correspondiente recurso o cuestión de inconstitucionalidad. Ahora bien, sabemos que el proceso ante el Tribunal Constitucional sería más largo que el período de validez de la Ley, que es de un año natural. ¿Qué sucedería si el Estado incurre en un déficit excesivo y la Ley de presupuestos que lo autoriza es anulada cuando ya se han hecho los gastos autorizados por el texto inconstitucional? Es imposible determinar cuáles de estos gastos son los que habrían sobrepasado el límite de déficit: todos ellos suman para alcanzar el total. Podría plantearse que los gastos inconstitucionales a anular serían los últimos realizados, que suelen ser la “paga extra” a los pensionistas para corregir la desviación sobre la inflación prevista, o la nómina de diciembre de los funcionarios. En todo caso, esta solución, además de muy impopular, no sería lógica, la que la regla o principio conduce a un problema aritmético (superación de un porcentaje) y no cronológico. En definitiva, tal y como viene sucediendo con los presupuestos municipales que son anulados por los Tribunales contencioso-administrativos por no respetar la legislación aplicable, las Sentencias que se dictan sobre leyes que son más programas de gasto anuales que textos legales al uso, no tienen el alcance necesario para corregir la vulneración del Derecho que aprecian.

Guillermo Aguillaume Gandasegui.