La legislación sobre uso del tabaco, tráfico, consumo de alcohol en la calle y descargas digitales. 

Desde hace una década hemos visto cómo en España el Estado ha entrado a legislar en algunos aspectos de la vida social que tradicionalmente se consideraban como parte de la esfera de libertad personal de los ciudadanos. Desde el consumo de alcohol en la calle al de tabaco en los bares, pasando por la velocidad a la que conducimos los coches o las descargas de música o películas por Internet, poco a poco el Parlamento ha extendido su potestad legislativa -y con ella la imposición de castigos que la falta de respeto a la Ley trae como consecuencia- a comportamientos o actitudes que, hasta hace muy poco, dependían enteramente de la forma de pensar de cada cual y se dejaban a la buena voluntad y creencias de sus responsables, en definitiva, pertenecían a una esfera de libertad que cada ciudadano ejercía como le daba la gana.

Estas leyes tienen algunas cosas en común. En primer lugar, que regulan comportamientos mediante los cuales quienes los despliegan no están causando un daño directo, inmediato y perceptible a los demás. El consumo de alcohol en la calle, en el llamado “botellón”, no es dañino ni molesto per se excepto para el hígado de quienes lo beben. Ahora bien, como va acompañado de conversaciones, canciones, alborozo y griterío, e incluso música reproducida a todo volumen, si ese consumo de alcohol se hace en grupos masivos, de cientos de personas, y hasta entrada la madrugada, el estruendo callejero impide el descanso de los vecinos circundantes y los restos de botellas, vasos y orines implican una sobrecarga de trabajo para los servicios de limpieza que terminan pagando todos los ciudadanos con sus impuestos. Todos estos perjuicios, sin embargo, no los perciben de forma inmediata los jóvenes que compran alcohol y beben en la calle porque no son cada uno de ellos (solamente) quienes causan todo el ruido y toda la suciedad, sino sólo una parte pequeña de ello.

Pasa algo muy parecido con la legislación restrictiva y represora en materia de tráfico que se ha venido aprobando en los últimos años. Correr mucho no le causa daño más que al motor y al bolsillo de quien pisa el acelerador, a no ser que tengamos en cuenta que muchos conductores circulando a toda velocidad se convierten en una gigantesca ruleta rusa que le tocará al menos avezado, porque todos esos vehículos a gran velocidad se convierten en una máquina aleatoria de asignar muertes en carretera. La reducción del número de muertos en carretera al compás de la reducción de la velocidad de circulación lo demuestra con la potencia porfiada de los hechos. Ahora bien, no es menos cierto que, para el conductor de pisada profunda, no es fácil pensar en términos generales, estadísticos y de probabilidad cuando decide acelerar para llegar diez minutos antes a su destino.

¿Y qué hay de fumarse un par de pitillos mientras se toma uno una copa en un bar? Caramba, esos dos pitillos no van a causarle cáncer a nadie, ni al fumador, ni al camarero, ni a los vecinos de mesa, ni tampoco ensucian tanto el ambiente general. Sin embargo, de nuevo, cuando no son dos pitillos sino cientos por noche en el mismo bar, los pulmones de todos -fumadores, no fumadores, personal del bar- así como sus gastos en lavado de ropa se verán afectados de forma mucho más notable. Difícil de ver, pero no por ello menos cierto, como lo atestiguan las cifras de fumadores pasivos que contraen enfermedades relacionadas con el consumo de tabaco.

Y lo mismo pasa con las descargas: la película o el disco que un particular se descarga no le van a hacer dejar de ganar a sus distribuidores y creadores más que una cifra infinitesimal para su cuentas de resultados. Pero sumando descargas llegamos a una situación con un impacto demoledor en la industria del entretenimiento (sabemos que son vagos y codiciosos millonarios, pero de momento nadie ha prohibido su negocio), e incluso a casos en los que determinados negocios por Internet no pueden despegar (por ejemplo, iTunes acaba de empezar a distribuir películas en España, pero con las series no se atreve).

Es muy difícil que los que de forma agregada suman sus comportamientos para generar estos perjuicios sean conscientes de que la generalización de su comportamiento es perniciosa para los demás. Se han gastado enormes cifras de dinero en campañas de “concienciación” para que se percaten de este hecho, para que voluntariamente moderen el consumo de alcohol, de velocidad, de tabaco o de descargas, pero no por ello los perjuicios que para otros generan sus comportamientos han disminuido. Quienes defienden la libertad de fumar, beber, correr lo que sea o descargase películas se aferran al principio de que si no hay daño, no hay delito (no harm, no foul). En 1860, John Stuart Mill, un liberal británico, expresó en su ensayo Sobre la libertad el principio que en su opinión debía regir las relaciones entre la sociedad y cada uno de sus ciudadanos en materia de libertad individual: “El único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Esas son buenas razones para discutir, razonar o persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente”.

Stuart Mill atacaba con pasión el paternalismo de Estado, pero la legislación que comentamos no es esencialmente paternalista, sino que protege a otras personas del riesgo de verse afectados por comportamientos que, considerados de forma aislada son más o menos inocuos, pero que agregados en acciones en conjunto, se vuelven enormemente perniciosos. Stuart Mill escribió además en una época en la que el individualismo era no sólo una teoría, sino una realidad mucho más sólida, que hoy lo es menos debido a la existencia de servicios sociales universales que se sufragan con impuestos, especialmente la sanidad. En nuestro país, si alguien contrae una bronquitis por su hábito de fumar, puede ser diagnosticado y tratado en la sanidad pública, que financian indistintamente los impuestos especiales del tabaco y el resto de impuestos que pagan fumadores y no fumadores. Y si las cosas se ponen peor y contrae un cáncer de pulmón, igualmente su diagnóstico, tratamiento y rehabilitación lo costea el sistema público de salud. Según el Comité Nacional para la Prevención del Tabaquismo, el sobrecoste sanitario y social generado por el tabaco en 2008 ascendió a 16.474 millones de euros, mientras que los ingresos previstos para 2011 en los Presupuestos Generales del Estado por el impuesto especial sobre el tabaco sólo cubren 3.478 millones de euros (apenas un 20%). Dicho de otro modo, el fumar tiene un coste para el bolsillo no sólo propio, sino también ajeno, y otro coste más grave aún: cómo los recursos del sistema público de salud no son infinitos, existen tratamientos que no sufraga e incluso órganos enteros del ser humano de los que se desentiende de forma global, como la dentadura. Obviamente, a menor gasto en tabaquismo, mayor disponibilidad de fondos para tratar mejor otras enfermedades o para prestar servicios que ahora no se alcanzan.

En 1976, el historiador económico Claudio M. Cipolla enunció algunos de los teoremas más reveladores sobre la naturaleza humana (recopilados en el libro Allegro ma non troppo). En Las leyes fundamentales sobre la estupidez humana expone la siguiente ley universal: “Todos los seres humanos están incluidos en una de estas cuatro categorías fundamentales: los incautos, los inteligentes, los malvados y lo estúpidos. Si Ticio comete una acción y obtiene una pérdida, al mismo tiempo que procura un beneficio a Cayo, Ticio ha actuado como un incauto. Si Ticio realiza una acción de la que obtiene un beneficio, y al mismo tiempo procura un beneficio también para Cayo, Ticio ha actuado inteligentemente. Si Ticio realiza una acción de la que obtiene un beneficio causando un perjuicio a Cayo, Ticio ha actuado como un malvado (?) Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. En esto, el consumo de tabaco en público de forma masiva se distingue de los otros comportamientos que han sido blanco del legislador: causa daños no sólo a los demás, sino también al que fuma.

Desde la perspectiva de la convivencia, el civismo consiste en ser conscientes de la medida en que, con nuestras acciones, dañamos o molestamos a los que nos rodean. Pero exige además que nos preocupemos de observar la repercusión que tiene no solamente nuestra acción individual, sino la de todos los demás que están dispuestos a seguir el mismo comportamiento en iguales circunstancias. Lo idóneo sería que fuéramos capaces de hacer este análisis sin más acicate que nuestro sentido de la moral. Como decía Michel de Montaigne (Ensayos, II, XVI), “hemos de ir a la guerra porque es nuestro deber, y esperar de ello esta recompensa que no puede fallar a ninguna bella acción por oculta que esté, ni siquiera a los pensamientos virtuosos: la satisfacción de que una conciencia bien ordenada obtiene al obrar bien. (?) No ha de representar el alma su papel para exhibirse, sino en nuestro interior, allí donde no llegan otros ojos sino los nuestros”. O que fuéramos capaces de regirnos en todo momento por el imperativo categórico de Kant en la formulación que dice “Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal”. No obstante, esta idea de encomendarnos al sentido moral de cada cual para hacer realidad que el conjunto de la población se adapte al civismo deja de lado y olvida la Primera Ley Fundamental sobre la Estupidez Humana: “Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo”. Ley que ha sido ignorada y pisoteada por nuestros gobernantes al pergeñar y pagar con pólvora del Rey las campañas de concienciación que tan ineficaces se han demostrado en comparación con las leyes.

En conclusión: estas leyes nos defienden del daño que los demás nos pueden causar con su falta de consideración, pero en último término nos defienden de nosotros mismos, o, para ser más exactos, de la incapacidad de cada uno de nosotros de mirar más allá de nuestra nariz y ser conscientes de las consecuencias que para nuestro entorno puede tener la generalización de nuestras acciones. Dado que no somos capaces de regirnos por el imperativo categórico de Kant, he aquí que el Estado ha tenido que venir a obligarnos a ser buenos ciudadanos. Y lo peor de todo es que funciona.

Guillermo Aguillaume Gandasegui.