La lógica democrática del independentismo catalán resulta a primera vista difícil de refutar. Como argumenta el libro blanco de la Generalitat sobre el proceso de independencia, que puede consultarse aquí, “en sociedades liberales y democráticas, la autodeterminación se justifica de forma casi intuitiva, puesto que responde al principio democrático” (pág. 19). Esa intuición parte de dos datos que muy poca gente contesta: 1) que Cataluña es una entidad política colectiva que toma decisiones colectivas autónomas, lo que es cierto al menos desde la Constitución de 1978, sin perjuicio del ropaje institucional que adopte (región, comunidad autónoma, etc.), y 2) que la identidad es algo que no puede imponerse, ya sea en su vertiente individual o colectiva: nadie  puede obligar a los catalanes -posiblemente ni siquiera convencerles- a tener una imagen colectiva de sí mismos, a considerar que son una región, una comunidad autónoma, una nación, o lo que se les ocurra (como si deciden definirse como club de montaña). Desde fuera de Cataluña, el nombre que los catalanes se den a sí mismos es algo que no tiene gran trascedencia práctica. Parece un buen argumento, una buena intuición, pero puede torcerse con facilidad, dependiendo del camino práctico y concreto mediante el cual se quiera poner en marcha.

De acuerdo con el libro blanco elaborado por el Consejo Asesor para la Transición Nacional de la Generalitat para poner en marcha la independencia, nos encontramos en el camino de elecciones plebiscitarias -con los partidos a favor de la independencia presentándose con un único punto de su programa: la independencia- y una proclamación de independencia en el Parlamento catalán (págs. 29 a 33). Este escenario abre una serie de interrogantes, no identitarios, sino prácticos, acerca de cómo se gestionará “l’endemà”, el día después. He consultado el libro blanco para ver cómo afrontaba diversos problemas prácticos. Quiero destacar los dos siguientes:

    – La seguridad social. Está prevista seguridad social catalana, y por lo tanto las empresas y trabajadores de ese territorio empezarían a cotizar a la nueva seguridad social. Esto genera al menos dos preguntas: (i) ¿qué pasaría con las cotizaciones ya pagadas a la española de trabajadores que aun no han causado derecho a una pensión de jubilación y que dejan de cotizar? De acuerdo con la legislación española, no cobrarían nada, y dudosamente la nueva seguridad catalana funcionaría sin exigir unos años mínimos de cotización para tener derecho a pensiones. Por otro lado, (ii) el sistema de financiación de la seguridad social es, en sentido figurado, “piramidal”, es decir, que son los cotizantes de hoy los que realmente pagan las pensiones que han causado los cotizantes del pasado. Las pensiones acaparan dos tercios del gasto público español: ¿las nuevas cotizaciones separadas de catalanes y resto de los españoles serían suficientes para pagar las pensiones de unos y otros?

    – La deuda pública. España tiene una deuda pública del 100% del Producto Interior Bruto, es decir, un billón de euros aproximadamente. Cada año, pedimos prestado en los mercados de inversión tanto dinero como recaudamos como impuestos. Dicho de otro modo: hay una montaña de deuda que devolver, y tenemos que seguir pidiendo mucho prestado para que el estado social funcione. Teniendo en cuenta que los bonos que emite hoy la Generalitat tienen la calificación de bono basura, ¿cómo se piensa repartir la carga de la deuda pública? 

Sobre la seguridad social, el libro blanco es muy parco. Plantea, claro, la creación de una seguridad social catalana (págs. 82 y 83), pero no explica nada sobre el problema de las cotizaciones a la seguridad social española. Téngase en cuenta que la mayor parte de lo que se cotiza, un 33% del sueldo, es obligación de las empresas pagarlo, y a las empresas con sede en una Cataluña independiente que dejasen de pagar a la seguridad social española no se les podría sancionar. Si no hay un acuerdo entre ambos sistemas de protección, las cotizaciones anteriores de los trabajadores de esas empresas se perderían. Esto es un problema de una entidad práctica descomunal y nada identitaria, no sólo para los trabajadores catalanes, sino para todos los trabajadores españoles que trabajen fuera de Cataluña para empresas catalanas (como Caixabanc o Banco de Sabadell). En cuanto a la financiación de las pensiones (recordemos que las pensiones son dos tercios del gasto público) el libro blanco insiste en la viabilidad del sistema catalán de seguridad social, sobre la base de la siguiente pretensión (pág. 83): “una parte del fondo de reserva se deberá traspasar al nuevo Estado catalán. La proporción que correspondería a Cataluña dependerá de la negociación. Sería correcto considerar que debe atribuirse a Cataluña la parte del fondo de reserva que se dotó con los superávits de la Seguridad Social en Cataluña. Esta proporción sería considerable, dado que, como hemos visto, en los años de expansión la Seguridad Social registró los mayores superávits en Cataluña.” Es decir, consideran que hay que repartir el fondo de reserva, que es de todos los cotizantes españoles actuales y futuros, mediante una negociación. Aquí me surgen dos preguntas. La primera: no se dice nada en el informe sobre la viabilidad del sistema de pensiones español una vez “segregadas” las cotizaciones catalanas.  La segunda: los ciudadanos catalanes deciden de forma unilateral sobre su independencia, y esta decisión tiene una consecuencia directa en el fondo de reserva de las pensiones de todos los españoles que ha de resolverse de forma negociada por los políticos, en la proverbial mesa camilla. 

Me pregunto si no sería más acorde con la lógica democrática del derecho a decidir que ese reparto fuera finalmente aprobado en referéndum al que fuéramos convocados todos los españoles. No es el dinero del estado, es el dinero de las pensiones de los ciudadanos. 

Sobre el tema de la deuda pública, el libro blanco es más concreto (págs. 55 y 56), y propone su reparto entre el nuevo estado catalán y el estado español, sobre la base de diferenciar entre deuda pública “territorializabe” y “no territorializable”. Encomiable análisis que no conduce a ninguna parte: en la deuda pública no intervienen dos estados, sino que intervienen un estado y los inversores que han comprado sus títulos (bonos, letras, etc.). No se puede ceder la deuda de un deudor a otro sin el consentimiento del inversor. Esto quiere decir que, para que cambiasen títulos españoles por títulos catalanes, habría que preguntarles antes cuántos bonos catalanes quieren por cada bono español. El canje 1/1 es imposible a la vista de que la deuda de la Generalitat es bono basura. Partiendo por lo tanto de la nula viabilidad del canje a los inversores, el escenario más plausible sería que España continuaría teniendo que pagar, frente a los titulares de su deuda, toda la que ha emitido, también la destinada a financiar las infraestructuras y los medios materiales que el nuevo estado catalán se quiere apropiar, debiendo éste a su vez convertirse en deudor frente al estado español de la parte de deuda que le correspondiera. La operación tendría un efecto directo sobre la deuda pública española de enorme envergadura. El riesgo de bancarrota de España se incrementaría de modo exponencial, y todos sabemos lo que eso significa: prima de riesgo, recortes en el gasto público, etc. 

El impacto de la decisión de los ciudadanos catalanes sobre la deuda pública condicionaría la política económica española durante al menos los próximos 50 años. De nuevo, creo que sobre este tema, la lógica democrática en la que se basa el proceso independentista, impone que se consulte a todos los afectados, es decir, a todos los españoles. 

El libro blanco plantea otra serie de cuestiones derivadas de la decisión unilateral de proclamar la independencia que también exigen un acuerdo con el estado español y que afectan de manera directa a los intereses de todos los ciudadanos españoles: el reparto del patrimonio histórico o de los recursos naturales y, por supuesto, la postura de España ante la entrada de una Cataluña independiente en la Unión Europea. 

La hoja de ruta de los independentistas en el escenario en el que hoy nos encontramos es clara: elecciones plebiscitarias y declaración unilateral de independencia (pág. 32 del libro blanco), para, después, negociar “con el Estado” “para hacer efectiva la voluntad expresada democráticamente por la ciudadanía de Cataluña” (pág. 31). El método de negociación que plantean no es ni democrático ni transparente, ya que pretenden que se desarrolle a través de una mediación internacional (pág. 30). El punto de partida de la negociación es un hecho consumado, tal y como se explica negro sobre blanco en la pág. 32 del libro blanco (el subrayado es mío): “Esta situación, a pesar de que parte del hecho de que el Estado no ha autorizado o consentido la celebración de la consulta popular, no se puede descartar completamente, aunque parezca paradójica. En efecto, la voluntad expresada a través de unas elecciones -especialmente si las fuerzas políticas a favor de la creación de un nuevo Estado independiente obtuvieran una amplia mayoría- podría hacer reconsiderar la posición del Estado, especialmente porque lo pondría ante una situación de hecho, que se habría producido sin su aprobación ni consentimiento, pero a la que se debería encontrar una solución democrática y respetuosa con la voluntad expresada por la ciudadanía, que es el enfoque adecuado en un Estado democrático para resolver los conflictos políticos.” 

Estoy plenamente de acuerdo en que se debe encontrar “una solución democrática y respetuosa con la voluntad expresada por la ciudadanía”, a cada uno de los problemas prácticos y concretos que la hoja de ruta independentista pone sobre la mesa: seguridad social, deuda pública, postura de España ante la entrada de la Cataluña independiente en la U.E., reparto de los recursos naturales y del patrimonio histórico, etc. La cuestión es que ya no son cuestiones de identidad de los catalanes y que la ciudadanía que resulta directa e irremisiblemente afectada por todas estas cuestiones prácticas no es solamente la ciudadanía catalana, sino que nos condicionan, nos definen y nos limitan a todos los ciudadanos españoles. Dicho de otro modo, creo que el Gobierno español debería poner encima de la mesa la siguiente postura: sí a negociar los términos de un referéndum de independencia, a condición de que los independentistas acepten que las decisiones prácticas sobre la vida de todos los españoles que pretenden negociar si el resultado de la independencia es afirmativo sean a su vez sometidas a referéndum en toda España, Cataluña -todavía-incluida. 

Es evidente que los independentistas nunca aceptarían esta idea, al menos en el escenario en el que hoy nos encontramos, porque ese escenario es el de la política de hechos consumados que explica el libro blanco: “nosotros ya hemos decidido que nos vamos, ahora os imponemos la necesidad de negociar los términos de nuestra salida”. Con este punto de partida, todos sabemos que una enorme mayoría de andaluces (la comunidad autónoma más poblada), de castellanos, de valencianos, etc., votarían “No” a todo lo que se hubiera pactado entre gobiernos, aunque fuera solamente por no aceptar el trágala o por no sentirse menos que los catalanes, en esta España que tanta importancia le da a las jerarquías regionales. Los independentistas lo saben, y nunca aceptarían seguir hasta el final la lógica democrática que subyace a su postura, porque conduciría directamente a una ruptura en conflicto contra España, y no contra el “estado español”, sino contra la voluntad democrática de los ciudadanos de España, de toda España, Cataluña incluida.

El error de base de su discurso es que oponen la voluntad de la ciudadanía catalana a la del “estado español”, como si fuera el estado de 1714, una monarquía absoluta, y no lo es. El Gobierno de España tiene la responsabilidad de poner encima de la mesa esta evidencia: España es un país democrático, y la ruptura con un país democrático no se puede hacer con el mismo discurso y los mismos instrumentos intelectuales que se utilizaban en el S. XIX (Nación, Pueblo) o a principios del XX (autodeterminación) frente a regímenes despóticos o extranjeros. Los lazos que unen a Cataluña con España no son solamente políticos, históricos, culturales o comerciales. También son económicos y sociales, y de una envergadura y unos efectos en la vida cotidiana de todas las personas afectadas que hasta hoy no se han puesto de manifiesto. No son vínculos identitarios -la identidad no se impone- sino prácticos, y esenciales para poder escoger una política económica sin ataduras. Son vínculos propios de un estado social complejo del S. XXI, y si para su ruptura se quiere “encontrar una solución democrática y respetuosa con la voluntad expresada por la ciudadanía, que es el enfoque adecuado en un Estado democrático para resolver los conflictos políticos”, la ciudadanía que tiene que votar es el conjunto de los ciudadanos afectados. 

Guillermo Aguillaume Gandasegui.