Algunas ideas para recortar gastos y aumentar ingresos. 
Aún queda el trámite del Senado, pero con el acuerdo de los dos grandes partidos resulta virtualmente imposible que el artículo 135 CE no quede modificado, y tampoco existen serias posibilidades de que el 10% de diputados o senadores puedan forzar un referendum. Esto ya está hecho.

En las dos publicaciones anteriores de este blog señalábamos la limitada eficacia jurídica de la reforma constitucional, al menos hasta que se apruebe la Ley Orgánica a la que se remite para las cuestiones jurídicamente más relevantes (et encore). Pero el artículo 135 CE ya lo prescribe: debe respetarse el principio de estabilidad presupuestaria, los gastos del Estado, CCAA y Administraciones Locales han de ajustarse a sus ingresos. ¿Puede esto hacerse sin renunciar a las prestaciones sociales más importantes?

Los dos grandes partidos están, al menos en su discurso, otra cosa son los actos- en que los servicios sociales básicos, como educación, sanidad, pensiones (a mí me gustaría que añadieran la Justicia a la lista) son irrenunciables. Sin embargo, para respetar el principio de estabilidad presupuestaria hay que gastar menos e ingresar más.

La distribución del gasto del Estado puede consultarse en este magnifico gráfico que abarca el período 2008-2011:

http://graficos.lainformacion.com/politica/finanzas-publicas/en-que-gasta-espana_GOKnXNSkES9pTHKnt1YdS5/

Cuidado, aquí faltan las Comunidades Autónomas, que son las que hacen el mayor gasto en educación y sanidad. Las partidas más importantes que resultan de este reparto en 2011 son el pago de pensiones, que supone más de un tercio del gasto total (112.000 millones de un total de 315.000 millones), el desempleo, que es casi un 10% (30.000 millones del total de 315.000 millones), y …¡el pago de la deuda!, que son 27.000 millones del total de 315.000 millones, el 8,5% del total del gasto y la tercera mayor partida. Nótese que las transferencias a otras administraciones suponen 42.000 millones de euros, y aquí está todo el dinero que el Estado destina a educación y sanidad, junto con otros muchos gastos, pues cada Administración tiene autonomía financiera. Estos servicios se financian también con el dinero de los impuestos que recaudan directamente las autonomías (como el de sucesiones y donaciones o el de transmisiones patrimoniales, ambos muy ligados al valor de mercado de los inmuebles).

Esta distribución del gasto deja no obstante una ventana a la esperanza. De entrada pone de manifiesto la existencia de un gran volumen de gasto superfluo en algunas subvenciones o en organismos autónomos sin mucho sentido. Quiero agradecer a Gonzalo López García y a Luis Almagro Guardiola el debate serio que han tenido en relación con nuestra publicación anterior. Su aportación sobre el gasto de 38 millones de euros en el organismo autónomo “Cría Caballar de las Fuerzas Armadas” (sic.) es francamente ilustrativa del despilfarro en el que en ocasiones se ven inmersas las administraciones. En una Administración pública es muy fácil y goloso incurrir en nuevos gastos: los políticos venden un nuevo servicio e incrementan su red clientelar de estómagos agradecidos. Es mucho más complicado eliminarlo. El caso de los coches oficiales y chóferes es paradigmático: parecía imposible hasta hace poco recortar este gasto.

En todo caso, para los ciudadanos es muy difícil controlar si el gasto está siendo racional. La información es muy difícil de recabar y no existen organismos de control abiertos a la participación ciudadana. Hemos visto en muchas ocasiones como pequeños accionistas de un gran banco le leen la cartilla a su Presidente en Juntas generales de accionistas, pero el Estado no tiene nada parecido a esto que no sea el Parlamento, en el que no vemos un verdadero control de estos gastos absurdos.

Para mejorar este control, está circulando en ciertos medios una propuesta interesante que consiste en reformar el Tribunal de Cuentas, abriéndolo a la participación ciudadana. El Tribunal de Cuentas no es un Tribunal judicial, sino un órgano constitucional cuyos miembros son designados por el parlamento normalmente entre ex -políticos que salen de la primera línea (otro retiro dorado más junto con los consejos consultivos). Tiene toda la lógica del mundo permitir que los ciudadanos voten a sus miembros. Quizás no en sufragio universal abierto, pues es verdad que no le interesaría a nadie, pero al menos abierto a todo el que pague impuestos, que a priori estarán más interesados en el control del gasto. Podrían dejarnos votar al presentar la declaración del IRPF o del Impuesto de Sociedades (siempre y cuando fuera positiva, claro).

No obstante, si bien en el apartado de gasto hay mucho margen para recortar sin tocar servicios esenciales, el apartado fundamental en el que pueden hacerse mejoras es el de ingresos. Nuestro sistema fiscal es un desastre. Tenemos una presión fiscal baja, del 33% en 2010, por debajo de la media europea que está en el 39% (incluyendo en ella a los países del Este), pero tenemos que dedicar el 8,5% del gasto del Estado a pagar deuda pública, cuyos intereses van al alza, y con ello propiciamos que nuestros acreedores tengan poder (financiero) para definir nuestra política económica y hasta el contenido de nuestra Constitución. Esto es una contradicción inaceptable.

Sin embargo, no se trata simplemente de subir los impuestos que existen. Nuestro sistema fiscal está muy mal distribuido. Veamos como explica el Ministerio de Economía y Hacienda los ingresos del Estado hasta el mes de julio de 2011 (fuente Ministerio de Economía y Hacienda). El total de los ingresos no financieros ascendió en ese período a 104.443 millones de euros.

“Dentro de los ingresos impositivos, la recaudación por impuestos directos se elevó a 50.760millones de euros, un 0,2% menos que en el mismo periodo del año anterior; mientras que los impuestos indirectos presentaron un crecimiento porcentual del 1,9% tras recaudar 45.929 millonesdurante los siete primeros meses de 2011. El resto de los ingresos no financieros reportó 7.754 millones de euros, un 5,8% menos que en igual periodo de 2010.

Por figuras impositivas, el IRPF acumuló una recaudación de 44.016 millones de euros, un 5,2% superior a la de 2010,(…).

El Impuesto de Sociedades ingresó hasta julio 4.761 millones de euros, un 23,8% menos que en el mismo periodo del año precedente. (…).

En lo que se refiere a los impuestos indirectos, el IVA generó durante los siete primeros meses del año 33.101 millones de euros, lo que supone un incremento porcentual respecto a lo recaudado el año anterior del 3,8%. (…).

Los impuestos especiales recaudaron 11.107 millones de euros, un 3,2% menos que en julio de 2010, debido principalmente al retroceso de la recaudación por el  Impuesto Especial sobre Hidrocarburos (-6,3%).”

El esquema está muy claro: los impuestos indirectos (IVA e impuestos sobre tabaco, alcohol y combustibles) suman 44.200 millones de euros, un 40% de los ingresos totales del Estado. Otra cifra similar, otro 40%, la cubre el IRPF. El peso en la “cesta” del Impuesto de Sociedades aparece en el texto citado infravalorado por su devengo y forma de pago. En 2010 supuso unos ingresos de más de 16.000 millones de euros.

Los impuestos indirectos son antidistributivos, ya que los pagamos todos por igual con independencia del nivel de renta, y además gravan el consumo, de modo que tienen por definición un efecto (limitado, pero efecto) de retracción de la demanda interna. En algunos casos esto es positivo (impuestos sobre el tabaco o la gasolina), pero en relación con el IVA, tiene un claro efecto de perjudicar la actividad económica y la creación de empleo.

En cuanto al IRPF, que es el impuesto directo de nuestro sistema, está concebido en principio con tramos progresivos. Sin embargo, para favorecer la formación de capital y el ahorro, las rentas del capital (improductivas) están sujetas a un tipo fijo del 21%. Los que están sujetos a los tramos progresivos son los asalariados y los profesionales autónomos (personas físicas). Llama la atención por lo tanto el trato privilegiado que tiene la inversión (especulativa o no) frente a las rentas obtenidas de la actividad económica real. En la situación económica en la que nos encontramos, no podemos permitirnos un sistema fiscal en el cual quien genera actividad económica real y empleo tenga un trato fiscal pero que quien simplemente se sienta en el sillón para ver como su dinero trabaja por él.

En este sentido, resulta paradigmático el régimen fiscal del arrendamiento de inmuebles. Si están sujeto al IRPF, los caseros ven cómo, además de deducirse lógicamente los gastos, tienen una reducción de su base imponible del 50%. O dicho, de otro modo, pagan sólo por la mitad de lo que declaran. Si el arrendatario además tiene menos de 35 años, se reducen el 100%, es decir, no pagan nada.

Nuestro sistema fiscal debe ser reconcebido sobre la premisa de que no cualquier tipo de ahorro o creación de capital merece ese trato privilegiado. Lo merecen seguramente las inversiones en actividades reales y productivas, pero no las que se limitan a especular en bolsa o a cobrar un peaje por el uso de un bien que su titular no ha contribuido a crear previamente.

Tampoco podemos permitirnos que quienes viven de prestaciones públicas estén sujetos al mismo tipo de tributación que los que obtienen sus rentas del trabajo efectivo. Según las cifras de la EPA, en los mejores momentos del creciente ciclo económico que ya hemos olvidado (2005-2007), teníamos entre 1,8 y 1,9 millones de parados en España. Y estábamos hablando de pleno empleo. Es necesario hablar seriamente de las motivaciones de los parados, pues no es fácilmente explicable que una cifra tan elevada de personas (en torno al 10%) de la población activa no trabajase durante unos años de reconocida bonanza económica(http://www.ine.es/jaxiBD/tabla.do?per=12&type=db&divi=EPA&idtab=755). El paro no puede ser una alternativa de vida para ir encadenando trabajos de temporada, ni tampoco para quienes realmente no quieren trabajar (porque están estudiando, porque ya no van a trabajar más y se han prejubilado o porque les mantiene su cónyuge y han decidido tomarse un año sabático). Hemos de recordar que en este mes de julio el Ministerio de Trabajo hizo una inspección de 235.000 parados (no explican la selección de los casos, de modo que parece que lo hicieron al azar), lo que es una muestra estadística muy significativa. Encontró irregularidades en el 25% de los casos, y en un 5% encontró que el cobro del desempleo se compatibilizaba con otro trabajo. Tenemos ahora mismo 4.833.700 parados según la EPA. Si extrapolamos los porcentajes del Ministerio de Trabajo, es posible que más de 1,2 millones estén incursos en alguna irregularidad (el 5% de toda nuestra población activa), y que le estemos pagando el paro a más de 240.000 personas que sí tienen realmente trabajo. Y no sabemos cuántos lo están cobrando como consecuencia de una decisión voluntaria del trabajador encubierta en un despido simulado, ya que el Ministerio de Trabajo no puede controlar este tipo de fraude.

Para penalizar estos comportamientos insolidarios es preciso que las rentas obtenidas de prestaciones sociales tributen de acuerdo con el tramo fiscal del IRPF en que se ubiquen, más un recargo por mantener una situación improductiva si duran más de un determinado período, o si las percibe una persona que ya anteriormente las ha cobrado en varias ocasiones. Se trata de un planteamiento sin duda impopular, ya que habrá ciertas personas que sin duda pueden sufrir estas situaciones de una manera involuntaria, pero por las estadísticas antes mencionadas, sabemos positivamente que existe un porcentaje muy alto de nuestra población activa que utiliza el paro, no como salvavidas a la espera de encontrar otro empleo, sino como un ingreso del que se dispone hasta su agotamiento para evitar el continuar trabajando. Y la lucha contra el fraude no puede ser aquí la única medida, ya que es imposible investigar la situación individual de casi cinco millones de personas. No hay inspectores para ello en toda la Unión Europea.

Dicho de otro modo, nuestro sistema fiscal no solamente grava con preferencia las rentas del trabajo (asalariado o autónomo), sino que además grava principalmente las actividades productivas, las que crean riqueza. Las que se reducen a obtener un rendimiento económico por sentarse en un sillón se encuentran privilegiadas por provenir del capital (justificado en el fomento del ahorro) o por provenir de prestaciones sociales (justificado en razones de benevolencia estatal).

Deben acabar estos privilegios si es necesario cumplir el objetivo de estabilidad presupuestaria. Es más, las actividades económicas improductivas, que no crean riqueza nueva, deberían tener un recargo fiscal. Esto exige, no solamente reformar los impuestos existente, sino crear nuevos impuestos y reducir algunos de los ya existentes.

El dinero que un asalariado o un empresario obtienen con su trabajo y sus ideas, o arriesgando su dinero en una actividad real que crea nueva riqueza (y además empleo) no se lo deben al Estado. El dinero que se obtiene cobrando un peaje por utilizar la riqueza ya creada lo está creando en gran parte el Estado, puesto que sin la seguridad que este presta a los propietarios no sería posible que obtuvieran rendimiento alguno. Y lo mismo cabe decir del dinero que se obtiene directamente de prestaciones del Estado por no hacer nada. 

Guillermo Aguillaume Gandasegui.