Parece que ha dicho Pep Guardiola -ese filósofo, ya nos lo advirtió Ibrahimovic- que en Cataluña no está en juego la independencia, sino la democracia. Tiene razón, aunque en el sentido exactamente contrario al que él cree.
En las últimas semanas, desde que la ‘mayoría’ (de escaños, no de votos) independentista del Parlament decidió pisotear los derechos de los representantes de la mayoría de votantes (minoría parlamentaria), para ignorar de plano no solamente el marco institucional español, sino también el catalán (Consell de Garanties Estatutaries, Servicios Jurídicos del Parlament), y especialmente las mayorías establecidas para reformar el Estatuto de Autonomía (ratificadas en referéndum por todos los catalanes), y posteriormente llevar su desafío a la calle, con la convocatoria de concentraciones, manifestaciones, y tumultos, masas en definitiva, de personas para presionar directamente a los jueces de Cataluña (juez de instrucción y Tribunal Superior de Justicia) a favor del proceso de independencia que se traen entre manos, el independentismo se ha deslizado hacia una forma de política que no es propiamente democrática, sino que los teóricos tienen descrita desde hace mucho tiempo como una forma degenerada o viciada de democracia.
Con hace mucho tiempo me refiero a la Política de Aristóteles (c. 333-323 Antes de Cristo). Aristóteles escribía sobre la experiencia de algunas de las ciudades estado del mundo Griego, que adoptaron un sistema de gobierno democrático (gobierno de los demoi o distritos) a partir del S. V a.C.. Cualquiera que quiera hablar de democracia con conocimiento de causa, debería considerar este texto:
‘[O]tra forma de democracia es en lo demás idéntica, pero ejerce la autoridad la masa y no la ley. Esta ocurre cuando lo que prevalece son los decretos y no la ley; y se da esa situación por culpa de los demagogos.
En efecto, en las ciudades que se gobiernan democráticamente, según la ley, no tiene lugar el demagogo, sino que los mejores ciudadanos ocupan la presidencia; pero donde las leyes no son soberanas, allí aparecen los demagogos, pues el pueblo se erige en dirigente único, uno solo formado de muchos, ya que muchos ejercen el poder, no individualmente, sino colectivamente. (…) Pues bien, dicho pueblo, igual que si se tratara de un monarca, pretende reinar sólo, sin regirse por la ley, y se hace despótico, de forma que los aduladores son honrados. Tal democracia se corresponde con la tiranía entre las monarquías y por eso sus características son idénticas.
Y sin duda sería razonable la crítica de quien dijera que tal democracia no es un sistema político. Pues donde no gobiernan las leyes, no hay sistema; ya que es preciso que la ley gobierne todo.’
No puedo negar que Aristóteles, con su énfasis en lo institucional, era un conservador en lo político. Pero creo que la Historia y también la Lógica, le dan en gran medida la razón en este punto.
Históricamente, no solamente su observación del mundo helénico le sirve de sustento, sino que sus observaciones se han verificado en el mundo moderno. Cuando la Revolución Francesa giró a su fase democrática, con la Convención, la nueva República se apoyó en exceso en las movilizaciones callejeras de los sans-culotes y rápidamente degeneró en el gobierno dictatorial del Comité de Salvación Pública y en el Terror de 1793-1794, causando alrededor de 100.000 muertos. Un segundo ejemplo es la revolución bolchevique, que supuso un giro callejero de la crisis política rusa de 1917 y trajo consigo lo que todos sabemos: 80 años de dictadura soviética (que se consideraba a sí mismo una democracia real). No me referiré a otros manidos ejemplos de gobiernos democráticamente elegidos que degeneran en dictadura al quemar literalmente las instituciones de las que se sirvieron, para no caer tan rápido en la conocida Ley de Godwin.
No fue por casualidad que los constitucionalistas americanos, cuando alumbraron la primera constitución democrática del mundo moderno, pusieron especial énfasis en evitar una tiranía del pueblo, reforzando al poder judicial con la posibilidad de un control de constitucionalidad de las leyes. Como comentaba Alexis de Tocqueville en La Democracia en América: ‘Los americanos han establecido el poder judicial como contrapeso y barrera al poder legislativo; lo han hecho un poder político de primer orden (…) El juez americano se parece, por tanto, perfectamente a los magistrados de otras naciones. Sin embargo, está revestido de un inmenso poder político que estos no tienen. Su poder forma la más terrible barrera contra los excesos de la legislatura’.
La tradición constitucional europea, hasta bien entrado el S. XX, no aceptó el control de constitucionalidad de las leyes, pues la teoría prevalente consideraba que no había libertad por encima de la ley, toda la libertad se contenía en la ley.
La Constitución, por lo tanto, nos sirve hoy de barrera y defensa contra la degeneración tiránica de la democracia en un tumulto callejero incendiado por los demagogos de los que nos advertía Aristóteles. Sin embargo, no me puedo imaginar como la pretendida república catalana podría alumbrar una democracia institucionalmente completa y sana, con su control de constitucionalidad, después de haber nacido (si lo hiciera) apoyada en la negación de cualquier control de legalidad sobre la expresión soberana del pueblo manifestada en las calles. Sé cómo la calificaría Aristóteles, sin embargo.
¿Pero acaso, no sería deseable reconocer siempre ese derecho a cambiar la Constitución (como el que incluía la non nata Declaración de derechos jacobina, de 1793) cuando la fuerza de los sentimientos populares lo requiere? ¿Acaso la legitimidad no exige adhesión, y conseguirla exigirá convocar los sentimientos de afecto de la masa? Sin embargo, en ningún caso ese cambio y esa adaptación pueden producirse al margen de los cauces indicados por las instituciones democráticas. No sería democrático.
Aquí apelo a la lógica, tan enemiga, claro está, de los sentimientos. Y la lógica nos dice que si una decisión democrática es justa y debe respetarse porque ha concitado la adhesión de sus destinatarios, no puede cambiarse alegremente porque mucha gente siente que hay algo que no va bien y se decide a gritarlo en la calle. Si queremos ser demócratas, tomémonos en serio las decisiones adoptadas por cauces democráticos.
Así, fue democrática la adopción de la Constitución de 1978, votada a favor en referéndum por todos los españoles, y que en Cataluña específicamente, concitó una adhesión del 90% de los votantes (2,7 Millones de catalanes), con una participación del 68%. También fue democrática la adopción por el Parlament, las Cortes y en referéndum en Cataluña, del Estatut de 1979 (88% de adhesión, 2,6 Millones de catalanes). Menos unánime por la baja participación, pero igualmente democrática resultó, la adopción por el Parlament, las Cortes y en referéndum en Cataluña, del Estatut de 2006 (73% de síes, 1,9 Millones de catalanes a favor). Se me objetará que el Constitucional recortó el contenido de este último texto, pero resulta que no tocó una coma de la norma que regula su reforma, idéntica a la del Estatuto de 1979 y que exige en todo caso la aprobación por las dos terceras partes de los miembros del Parlament (arts. 222 y 223).
Es decir, no solamente en un referéndum, sino en tres, los catalanes han votado a favor de un marco institucional democrático que requería al menos 19 votos más que los 71 que obtuvieron Junts pel Sí y la CUP para disolver las instituciones democráticas y lanzarse a la calle a imponer su proyecto de independencia.
Lo que me trae a otra referencia clásica. El origen de la democracia en Atenas fueron las reformas introducidas por Clístenes en el sistema de adscripción de los ciudadanos y de voto. Clístenes buscaba que la voz de todos contara por igual, lo que se llamó isonomía, y para ello modificó el sistema de distribución de los ciudadanos en cuatro tribus tradicionales a las que se pertenecía por nacimiento, y de las cuales los aristócratas (eupátridas) tenían el control. A cambio, distribuyó a los ciudadanos en función del domicilio en diez tribus nuevas, y en distritos llamados demoi (singular demos, de ahí democracia). Fue por lo tanto la ruptura con la tradición de diferenciar a la gente por su lugar de nacimiento, la que alumbró la democracia. Desde su nacimiento es consustancial con la ciudadanía y con la superposición de una equiparación constitucional frente a las tradicionales diferenciaciones por casta, riqueza o cercanía al poder.
Nos encontramos ahora en Cataluña con que un proyecto de independencia que concita el 40% de las adhesiones de los votantes, se ha echado a la calle, para monopolizar físicamente el espacio público -ya que el espacio público simbólico lo tienen copado desde hace tiempo- y, con ello, para dejar de lado, para preterir e ignorar la opinión de la mayoría de los catalanes y de sus representantes democráticamente elegidos.
En una ensoñación imposible que tengo a veces, se presentan Aristóteles en una rueda de prensa de Pep Guardiola y Clístenes en una de Puigdemont y les explican que no hay democracia si todos los votos no valen lo mismo y que, al margen de las instituciones democráticas y del respeto a las decisiones adoptadas democráticamente no hay república (politeia dirían mis griegos rescatadores), sino una masa espasmódica que se echa las calles, atemoriza a los que no piensan como ellos y disuelve la democracia en una tiranía.
Guillermo Aguillaume Gandasegui.